Ulpiano fue mi papá. Murió antes de que yo pudiera sentir sus brazos fuertes sosteniéndome. Y no quiero hacer un drama por eso. De alguna manera estuvo. Mami aseguraba que no hubo ni habrá hombre igual en este mundo. El amigo perfecto, el marido perfecto, el padre perfecto.
- No era el típico buen mozo -decía con gesto un poco despectivo-era un feo con pinta! Y la cara le cambiaba. Orgullosa.
Varias veces, cuando era chica, me encontré con amigos de él que, al reconocerme, me decían.
- Vos sos la nena más chica de Ulpiano!! Que amigazo tu padre!! Que gran tipo!!
No me sorprendía, era normal. Yo sabía que era hija del hombre perfecto. Pero no estaba. Nunca iba a estar.
Cualquier padre imperfecto me parecía mejor. No mejor que el mío. Mejor para mi vida.
Y crecí pensando que Ulpiano era posible. Cada vez que me imaginaba al hombre de mi vida le ponía todas sus cualidades. Las que me habían contado y las que a mí me habría gustado que tuviera. Total, siempre había margen para agregarle más perfección.
Y así como algunas sueñan con el Príncipe Azul, yo tenía a mi Ulpiano para soñar. Lo imaginaba siempre listo para escucharme, para reirse conmigo y de mí. También de él, logicamente. Sabio, tremendamente sabio y equilibrado. Una especie de Charles Ingalls, un poco más feo y pelado. Aunque con un humor más picante, con la dosis de maldad indispensable para ser real.
Y conteniéndome. Siempre. Casi sentía complicidad con él. Compartiamos el gusto por volar, por el riesgo. La pasión por la vida . Ante la imposibilidad de tenerlo intentaba ser un poco como él.
Lo busqué en cuanto hombre se me cruzó por la vida. Una que otra vez alguno parecía acercársele, porque claro, yo con mi imaginación le daba unos retoques que ante la primera brisa de realidad se venían abajo. Después la desilusión.
No se por qué hoy, justo hoy, sentí que de verdad no estaba. Y que no había estado nunca, ni antes de morirse. Y por primera vez lo lloré. No a Ulpiano. Al que nunca estuvo.