domingo, 30 de junio de 2013

Aceptando a Hyde

Ahí está, latente. Listo para aparecer en el momento más inesperado.  Nada de que hay buenos y malos. Conviven en nosotros, como microbios en equilibrio. De golpe algo pasa, se rompe el perfecto balance y actúa Teresa de Calcuta o el Asesino serial.
La educación judeocristiana nos enseñó a vivirlo con culpa. El mal es pecado y hay que combatirlo. Supongo que la idea es impedir que salgamos armados para matar a todo el que nos molesta.
Pero el monstruo es parte de nosotros y negarlo lo envalentona, lo agiganta.
Como le pasaba a La Pianista ( Isabelle Hupert) en la película de Michael Haneke, esa señora tan rígida e intachable. Tan reprimida que su monstruo sadomasoquista terminaba gobernándola.
Y cuando el malo aparece y actúa, si no caemos en la amnesia de un trastorno de identidad disociativo,  lo vemos actuar de una forma deplorable. Si nos dicen algo, nos justificamos. Al bueno justificamos, al otro lo negamos. Rotundamente.
Se me ocurren mil ejemplos y no quiero caer en la vulgaridad de la política que está llena de estos casos.
Solamente me miro. Y reconozco que también soy yo la que es capaz de un acto violento en un día de furia, la que agrede con la palabra hasta destruir, la que traiciona, la que miente, la que no tolera, la impaciente.
Sí, la misma copada que comprende, que tiene paciencia, que es leal hasta la muerte, que ama hasta el infinito, la que es sensible frente a la buena literatura, la que no puede vivir sin música, la que perdona.
Por supuesto, me identifico con la segunda, odio a la primera cuando sale a relucir, la combato.
Sin embargo, sin la primera, el equilibrio se rompería y la segunda no podría existir.

miércoles, 26 de junio de 2013

Sacrilegio en el paraíso



Consigo el libro que esperaba hacía días: " Las últimas tardes con Teresa", de Juan Marsé y con mi botín en mano me voy hacia el fondo de La boutique del libro. Mientras camino entre las bibliotecas empiezo a disfrutar el momento. No hay nadie. El sol del jardín de atrás ilumina las mesas de colores del bar más cálido del barrio. Se oye música suave que parece especialmente elegida.
 El paraíso. Más no hay.
Llegó el momento. Abro el libro, dilato la lectura del primer capítulo, disfruto del prólogo mientras tomo un té riquísimo con la mejor medialuna. Estoy tan feliz que casi no me puedo concentrar, tengo que releer los párrafos. Con la literatura es como con el amor, es tanta la pasión que perdemos la razón. Hay que tomar distancia.
En ese orgiástico momento estoy cuando entra una pareja, de entre cincuenta o sesenta, poco importa. Sin libros, con celulares y expedientes. El se dirige a ella como si declamara un discurso de esos que a algunos les gusta dar desde el balcón de la Casa Rosada. Qué lindo lugar, acomodémonos al solcito, no, mejor en esta, no acá. ¿Vas a tomar algo? A ella ni se la oye. El acompaña sus frases con carcajadas estentóreas que no corresponden a lo que dice. Ella seria.
Si, claro, yo de vez en cuando doy vuelta la cabeza para mirarlos, tanta es mi sorpresa frente a semejante atropello al paraíso.
Se ve que con ella no le alcanza porque se pone a tipear en su celular un número y enseguida a vociferar estrategias de negocios, precios, risotadas supuestamente cancheras de esas que quieren decir Yo me las sé todas. Y explicaciones obvias de temas sacrílegos en ese ámbito. Que si no hay plata no hay factura. Y si no hay factura, ya sabés. Y nueva risotada.
Vuelvo a mirarlos, con la esperanza de que ella me vea, ponerle una cara, no sé, algo. Tal vez conseguir que, si es la mujer, le pida que baje la voz. También estará harta de escucharlo. A lo mejor mi mirada le sirve de apoyo a su intolerancia. Pero nada, ella manda mensajitos de texto.
Un odio  incontrolable me domina y no puedo recuperar ni el éxtasis ni la magia de hace unos minutos.
Pago y me voy.

¿Por qué nos educaron para reprimir nuestros impulsos espontáneos?  A veces me produce admiración el demente que baja sus barreras para hacer y decir lo que piensa. Porque con un poquito, nada más que un poquito de Alzheimer, me habría parado y acercado a su mesa para decirle:

- Perdón señor, está hablando demasiado fuerte, no me deja leer.
O bien
- Perdón señor, pero no está solo acá,  a los demás no nos interesan sus negocios.
O bien
- Perdón señor, no me interesa lo que está hablando, puede bajar la voz?
O bien
- Mire señor, me tengo que ir porque me arruinó el momento
O bien
- Vos aguantás a este gritón insoportable todo el día? Yo no. Me voy

Pero no hice nada de eso. Y vine a descargar al blog.