viernes, 6 de noviembre de 2015

Rocky




Rocky era un pez que vivía en un reino muy pequeñito. Él era el rey, el emperador y el súbdito.
Como Rocky nunca había visto un océano de verdad, él pensaba que sus dominios eran inmensos.
No tenía que luchar por conseguir comida porque de vez en cuando le caía del cielo. Entonces se divertía persiguiendo esas láminas deliciosas que lo llenaban de energía.
Paseaba por sus bosques de plástico y nadaba sin miedo. No había ningún pez más grande que se lo quisiera comer.
Rocky se sentía un delfín y un tiburón, una ballena y una mojarrita.
Tenía un castillo con forma de barril donde le gustaba instalarse a meditar.
Rocky no sabía lo que era enojarse, ni asustarse, ni ponerse nervioso.
Tampoco se reía mucho.
Pero con la paz le alcanzaba para ser feliz.

Un día, un ligero temblor lo sobresaltó.
Su reino entero empezó a moverse, cada vez más fuerte. Unas olas inmensas desenterraron su castillo del fondo del mar y empezó a flotar sin rumbo. Los árboles de plástico fueron arrancados por el maremoto, las piedras del fondo empezaron a rodar y Rocky, que nunca había leído la Biblia, pensó en el fin del mundo.

Cuando vino la calma, Rocky no se dio cuenta porque estaba desmayado en el fondo del océano.

Su dueña, que había trasladado la pecera a otra casa para salvarlo de los tóxicos de una fumigación, pensó que había muerto.
Lo lloró desconsoladamente unos minutos y después pensó en enterrarlo junto a su flor más querida.
Metió la mano en el mar de Rocky, lo agarró y lo tuvo unos segundos en su palma, despidiéndolo.
De pronto, vio que su pancita se movía rítmicamente. Se inflaba y desinflaba...
Y que movía un ojo.
Rápidamente lo tiró de nuevo en el océano.
Le tiró unas láminas de comida y Rocky aleteó.

Tardó unos días en recuperarse.
Cuando se despertó, había olvidado todo.
Y volvió a nadar feliz por su reino infinito.