lunes, 23 de septiembre de 2013

Adiós minino

Había una vez un gato negro. No compartía su vida con nadie, la consumía a fondo, libre y egoístamente. Como buen gato. Le gustaban los desafíos. Por eso por las noches, deambulaba por las vías del tren y cuando lo oía llegar, encrespaba su lomo, sus ojos amarillos se enfrentaban con las luces de la locomotora y cuando ya casi estaba encima de él, daba un salto felinesco, y recuperaba una nueva vida. Adrenalina mediante.
El no sabía que solo tenía siete y cuando se fue a jugar la octava, se le atascó una pata  y el tren lo aplastó.
Por la mañana fue a parar a una pala que lo llevó a un gran tarro de basura, dentro de una bolsa de nylon de no muy buena calidad.
Los empleados de la recolección cargaron las bolsas en el camión y salieron a buscar más. Cuando iban por Av. Libertador al 16.900, altura de San Isidro, uno de ellos al bajar del camión, se enganchó con la bolsa, otro la acomodó, hicieron chistes y no se sabe cómo el cuerpo del gatito volvió a la calle. No quería dejar de vagabundear.
Alguien se apiadó de él y lo puso en la vereda. Y ahí quedó, días y días, debajo de un cartel de publicidad de la Intendencia de San Isidro.
El tiempo lo fue consumiendo, dignamente. Su pelaje ocultó su descomposición. Se fue transformando en una alfombra negra, peludita, con forma gatuna.
Zafó de que lo mezclaran con el resto de la basura y se lo tragó la tierra que es donde su cuerpo la había pasado mejor.

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