Es un lujo. Que disfruto desde que tomo la decisión. Ya en ese momento, empiezo a volar.
Y cada viaje es vida que consumo condensada, comprimida. Y que almaceno. Para ganarle a los años cronológicos que pueda llegar a vivir.
Pero, además, hay una ventaja adicional, chiquitita, que pasa casi desapercibida:
Cuando viajo, dejo casi todos los objetos que me pertenecen. Meto en una valija sólo los indispensables que voy a necesitar, y salgo al mundo. Sola. Donde nadie me conoce, donde nada tengo, donde nada acumulo ( bueno, salvo las boludeces que compro). Y me expongo a la contrariedad de los aeropuertos, al clima, a otros códigos, a idiomas desconocidos. Ni siquiera cuento con la capacidad de expresar lo que me pasa en mi idioma.
Pero hay un bienestar superior que surge cuando se caen esas seguridades. Y me reconozco otra. Y me gusto. Más.
Me siento más fuerte.
Así estoy hoy.