ELLA Y EL CANTANTE DE ROCK
Cuento de Vicky Rego
Estaba enamorada del cantante de rock con toda la fuerza de sus hormonas, la
adicción a la belleza y la embriaguez del olfato. Èl decía que ella era el amor de
su vida, esa resquebrajada y siempre en erupción que tenía.
Juntos,
se olvidaban de sus diferencias. Nunca te mueras sin decirme a dónde vas, si me
dejás me mato, te seguiría al fin del mundo — se repetían. O no, pero lo pensaban
mientras el éxtasis del sexo los hacía amar como sólo se ama una vez.
Él
y su banda estaban metidos en algo oscuro. Ella sospechaba que, cuando desaparecía unos días era porque lo habían vuelto a detener. Por tenencia de drogas,
o porque, borracho hasta perder la consciencia se había mandado alguna macana.
Pero resurgía de las cenizas y volvía a cantar hasta hacer explotar el estadio.
Y era ella a quien él miraba y con quien se iba después.
Salvo que estuviera muy pasado de estimulantes, entonces optaba por sus amigos. Ella prefería
no presenciar su decadencia.
El
poder de seducción de él no distinguía
sexo ni edad.
Un
día él le dijo que iban a tener que escapar, la cosa se había puesto muy
jodida. No le dio explicaciones para no involucrarla.
Era el momento de jugarse juntos. Sería una nueva aventura: llevarse lo puesto,
despojarse de todo, dormir debajo de un puente sobre bolsas de arpillera, para
hacerse pasar por linyeras. Por un
tiempo iban a estar seguros. Cuando ya
no los buscaran, otro país les abriría las puertas para volver a empezar. Prometió seguirlo.
Se
imaginó arriba de esas bolsas ásperas, sin poder bañarse, los olores, la falta de intimidad.
Un
martes, tal vez después de pensarlo mucho un lunes, le escribió una carta: él era
el amor de su vida, pero no tenía coraje para vivir así. Siempre
lo iba a esperar. La puso en un sobre, se la dejó y se fue a trabajar. El
jueves era el día D. El miércoles, cuando estaba en su
casa, a punto de dormirse, oyó la voz de él. Se asomó por la ventana y lo
vio. La luna iluminaba su carrera a través de la calle vacía. Iba
casi desnudo, con una tanga roja, gritando, con la carta del martes en la mano. Ella bajó , lo llevó a su cuarto, lo cubrió, lo abrazó y, después de hacer el
amor hasta no poder pensar, le volvió a prometer que no lo iba a dejar.
El
jueves a la tarde, en el hotel donde la banda se hospedaba, esperaban juntos que
el baño se liberara para ducharse por última vez, a lo mejor en meses. Ella,
deteniendo el tiempo, le besaba la espalda. Fue oliéndolo hasta agotar el perfume
de su piel, bajó hasta sus glúteos, siempre jóvenes a pesar del paso del
tiempo, no dejó centímetro de sus piernas sin la caricia de sus labios. Él la besó y entró apurado a la ducha. Ella se demoró en seguirlo.
Se
preparó para escapar. Buscó el resto de sus cosas. Un impulso la hizo acercarse al baño. Él corrió la cortina
y la miró con desconfianza. Ella temió por él sin
sus cuidados. Volvió al cuarto.
Encontró ahí a la empleada de su casa, quien le anunció que su hermana la estaba esperando para llevársela. Obedeció. Metió todo lo que pudo en el bolso. No cerraba. Salieron del hotel, debajo de una lluvia torrencial. Le causaron gracia los zapatos blancos, de tacón, de su hermana. Casi no podía caminar con ellos. Después de correr unas cuadras, llegaron donde el auto estaba estacionado.
Él
la quiere joven. Ella quiere a su perro, su biblioteca llena de libros, sus
cosméticos, sus objetos, su casa que alquila hace años. Mientras corre, siente que
algo se va apagando, que la potencia de la vida va decreciendo, y que la pasión
del amor deja de atraerla.
Sin
mirar atrás, sube al auto.