No hay nada mejor que poder decirle a la madre -o al padre-, antes de que ya no nos pueda escuchar, el mal que nos hizo. Porque siempre hay algo. Hasta el padre más ejemplar, hasta la madre de los tangos cometen errores. Ese castigo injusto, ese descontrol que terminó en una paliza, algunos egoísmos -porque a veces hay que crecer junto con los hijos y el impulso de vivir choca con la necesidad de entrega-las ausencias, la sobreprotección, la falta de confianza, la frialdad. Las peleas entre los padres. Desigualdad con los hermanos. La exigencia desmedida.
Ser padres es difícil y tiene razón de ser. La imagen de un padre perfecto es intolerable. No hay con que darle. Su hija nunca encontrará un hombre que lo iguale. Y para el hijo es un ejemplo demasiado alto a seguir. Porque en algún momento hay que cortar, desprenderse y decir : yo no voy a ser como ella, soy distinta, eso sí que no lo voy a hacer con mis hijos. O jamás seré médico como mi padre, o si lo soy voy a actuar totalmente distinto. Necesitamos los errores de los padres para sentir que podemos superarlos. O simplemente que tengamos el impulso enriquecedor de ser diferentes.
Yo nunca le podría haber tirado a Guadalupe, mi madre, todas las cosas que me molestaron de ella, menos todavía lo mal que me hacía su tristeza, su posición de víctima. Se habría muerto en el acto, o habría hecho un escándalo tan grande que el diálogo no se podría haber llevado a cabo.
Porque cuando un hijo nos hace el reclamo hay que tomarlo con tranquilidad, no defender lo indefendible, a lo mejor explicar la circunstancia que nos llevó a obrar así, para poder comprendernos un poco a nosotras mismas. Para no vivirlo con culpa, siempre convencidos que lo amamos infinitamente. Porque si nos perdonamos podremos ser viejos felices y no joder a nuestros hijos con nuestras culpas.
Cuando ese diálogo se produce, pasa algo mágico. La distancia con el hijo se hace chiquita, caemos del ridículo pedestal en el que nos había puesto cuando era un niño, él puede subir un poco, igualarnos, superarnos. Y volar. Con toda la fuerza de nuestras equivocaciones y de nuestro amor.
En ese momento nuestra misión está cumplida. Se ha formado un adulto que se sobrepuso a nuestros errores y que tuvo el valor para enfrentarnos. Al escucharlo y entenderlo se sintió muy querido y muy cerca. Más no podemos darle.
Cuando iba leyendo "Carta al padre" de Kafka, pensaba que bueno pero que bueno que pudo decirle todo eso, aunque sea escribiéndolo ya que no se animó nunca a enfrentarlo. Un padre tan desvalorizante, tan imposible de sobrellevar que lo hacía sentir de verdad un insecto. Bien Franz, bien, pensaba. Y trataba de imaginarme a semejante señor leyendo lo que al fin, ese hijo tan talentoso, se había animado a plantearle. Así, tan claro, tan bien analizado.
Después me enteré de que, lamentablemente, su padre nunca lo leyó.
Igual pienso que le debe haber hecho bien a Franz escribirlo. Sin siquiera tener intención de publicarlo. Porque escribir es poner en un papel -o en una compu- cosas que si llevamos encima nos empiezan a quedar incómodas. Sin embargo, una vez transformadas en palabras, en historias, nos ponemos livianos y le hacemos más lugar a la imaginación y a la felicidad.
lunes, 10 de febrero de 2014
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